Mes: marzo 2017

Uno de los principales derechos que establece nuestra Constitución es la libertad de las personas. Sin embargo, esta protección no es absoluta y, por ello, se prevén en la Ley supuestos en los que procede la privación de dicha libertad.

La presunción de inocencia supone que la prisión provisional, en espera de que la sentencia condenatoria resulte firme, es decir, que no quepa recurso alguno contra la misma, tiene que tener como finalidad asegurar las resultas del juicio.

El Tribunal Constitucional mantiene que la adopción de esta medida debe de ser de forma excepcional, diciendo: «En cuanto a la excepcionalidad de la medida, reiteradamente hemos afirmado —por todas, STC 147/2000, de 29 de mayo, F. 5 y, reproduciéndola, STC 305/2000, de 11 de diciembre, F. 3— que el papel nuclear que desempeña la libertad en el sistema que configura la Constitución, bien como valor superior del ordenamiento jurídico (art. 1.1 CE), bien como derecho fundamental (art. 17 CE), determina que el disfrute de la libertad sea la regla general, en tanto que su restricción o privación representa una excepción. La efectiva vigencia en nuestro ordenamiento jurídico de los derechos a la libertad personal (art. 17.1 CE) y a la presunción de inocencia (art. 24.2 CE) determina que en los procesos por delito la situación ordinaria del imputado en espera de juicio no es la de hallarse sometido a tal medida cautelar. Como consecuencia de esta característica de la excepcionalidad, rige el principio de “favor libertatis” (SSTC 32/1987 y 34/1987, ambas de 12 de marzo; 115/1987, de 7 de julio; 37/1996, de 11 de marzo) o de “in dubio pro libértate” (STC 117/1987, de 8 de julio), formulaciones que, en definitiva, vienen a significar que la interpretación y aplicación de las normas reguladoras de la prisión provisional «debe hacerse con carácter restrictivo y a favor del derecho fundamental a la libertad que tales normas restringen, dado, además, la situación excepcional de la prisión provisional. Todo ello ha de conducir a la elección y aplicación, en caso de duda, de la Ley más favorable, o sea, la menos restrictiva de la libertad» (STC 88/1988, de 9 de mayo, F. 1).»

Fruto de esta excepcionalidad es que todos los supuestos de prisión provisional han de estar recogidos en la ley de forma taxativa y razonablemente detallada, por lo que sólo podrá ser decretada cuando concurran los requisitos del art. 503 de la LECRIM y se persiga alguno de sus fines.

Estos requisitos consisten en la existencia de un delito sancionado con pena igual o superior a dos años o pena inferior si el imputado tuviera antecedentes no cancelados ni susceptibles de cancelación derivados de condena por delito doloso, y que haya motivos bastantes para creer responsable criminalmente del delito a la persona contra la que se haya de dictar auto de prisión.

Asimismo y en el citado artículo 503, con la prisión provisional se deben de perseguir alguno de los siguientes fines:

  1. asegurar la presencia del imputado en el proceso cuando pueda inferirse racionalmente un riesgo de fuga.
  2. Evitar la ocultación, alteración destrucción de las fuentes de prueba relevantes para el enjuiciamiento en los casos en que exista peligro fundado y concreto.
  3. Evitar que el imputado pueda actuar contra bienes jurídicos de la víctima.
  4. Evitar el riesgo de que el imputado cometa otros hechos delictivos.

En todo caso el juez no estará obligado a decretar la prisión provisional, tanto el art. 502 como el 503 de la LECRIM establecen que podrá” hacerlo cuando concurran esos requisitos y fines, no que estará obligado a ello.

 

 

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¿Puede un empresario repercutir sobre el trabajador los daños que este le cause a él o a un tercero en el cumplimiento de sus funciones? Nos referimos con ello a las habituales multas de tráfico conduciendo vehículos de la empresa, o a negligencias del trabajador que provocan daños.

La respuesta, desde luego, es afirmativa; pero ¿en qué casos? ¿Se limita esta posibilidad en algún supuesto?

Los tribunales no son unánimes. Una corriente doctrinal niega la posibilidad de que el empresario tenga derecho a reclamar a sus empleados una indemnización por los daños y perjuicios causados, porque se trataría de una reclamación civil, y el Estatuto de los Trabajadores (artículos 55 y 58) establece ya una sanción disciplinaria al trabajador que incumpla sus obligaciones laborales, incluyendo el supuesto en que cause daños a la empresa o a terceros, por lo que, si ya se sanciona la conducta en el ámbito laboral, quedan excluidas otras vías de resarcimiento.

Esta tesis se basa en que la característica del contrato de trabajo se fundamenta en la ajenidad, es decir, el beneficio de la empresa es ajeno al trabajador que no recibe los frutos del trabajo y por tanto tampoco los riesgo. Y si es el empresario quien asume los riesgos, ésta no puede exigir al trabajador responsabilidad alguna, pues en caso contrario se trasladarían al trabajador los riesgos de la actividad empresarial.

Otra corriente defiende que el empresario sí podrá tener derecho a una indemnización basada en el incumplimiento por parte del trabajador de sus obligaciones contractuales, defendiendo la aplicación directa del artículo 1.101 del Código Civil, por el cual están obligados a la indemnización de los daños y perjuicios causados los que en el cumplimiento de sus obligaciones incurrieren en dolo, negligencia o morosidad y los que de cualquier modo contravinieran el tenor de aquéllas.

Conforme a este criterio, tanto el incumplimiento por el trabajador de sus obligaciones o de las directrices de la empresa, como los daños que cause, no quedarían amparados bajo la ajenidad del trabajo, ya que ese perjuicio no es fruto de la actividad laboral del empleado sino del incumplimiento de las obligaciones concretas de su actividad laboral. Se evita con ello que el trabajador dentro de sus funciones laborales tenga una inmunidad absoluta respecto a los resultados que su comportamiento pudiera provocar.

Y la tercera corriente defiende una posición intermedia, y establece que el empresario tendrá derecho a indemnización, pero sólo en caso de incumplimientos dolosos o gravemente negligentes. Así,  el trabajador no sería inmune a las consecuencias de sus actos pero tiene el deber laboral básico de cumplir con las obligaciones concretas de su puesto de trabajo conforme a las reglas de la buena fe y la diligencia (arts. 5.1 a), 20 y 54.2 b) ET).

Esta última opción es la seguida por el Tribunal Supremo, que se apoya en la doctrina de la ajenidad del contrato de trabajo, manteniendo que en el ámbito laboral es necesario que el incumplimiento sea doloso o que la culpa sea “grave, cualificada o de entidad suficiente” para que dé lugar a la indemnización. Es decir, no todo error, fallo u olvido del trabajador dará lugar a la indemnización de daños y perjuicios debiendo distinguir entre la negligencia que pueda justificar un despido y la que, además, puede dar lugar a una indemnización al empresario.

En resumen, dependiendo de las circunstancias de cada caso concreto y de la valoración que el Tribunal dé a la actuación del trabajador, podrá el empresario exigir indemnización por los daños causados o solamente sanción disciplinaria por su actuación.

En Calvo & Riquelme estudiaremos el caso concreto y la tesis aplicable, ofreciendo la solución más adecuada a sus necesidades.

 

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